En el ámbito musical, una pregunta recurrente que se hacen muchas personas en los últimos tiempos es la naturaleza de la relación entre un productor musical y un artista dueño del fonograma. Esta interacción, que a menudo parece sencilla, en realidad implica consideraciones complejas, especialmente cuando se aborda desde el ángulo de las transacciones económicas. La cuestión central en la mayoría de los casos se reduce a dos preguntas fundamentales: ¿cómo se remunera al productor? o ¿cómo debe pagar el artista?
Aclaración: Cuando en esta entrada digo “artista”, me refiero particularmente a aquel artista independiente que graba su material y es el dueño de la grabación, es decir, tiene la calidad de un productor de fonogramas, y que contrata a un productor musical (en último caso, el artículo va dirigido a la relación entre ese productor y el dueño del fonograma, sea quien fuere).
Es esencial partir de una premisa básica: cada profesional tiene la libertad de establecer sus tarifas, gestionar su negocio y definir las condiciones de su trabajo cono mejor le parezca, por lo tanto, entre un productor musical que es contratado por un artista para que se encargue de su producción, no existen reglas absolutas establecidas. No obstante, es recomendable analizar las prácticas más comunes y sus implicancias para tomar decisiones informadas y acertadas.
En este contexto, es importante recordar que las leyes de derechos de autor y derechos conexos no otorgan derechos a
los productores musicales sobre las canciones que producen. Este es un aspecto crucial que a menudo genera confusión, y por ello es imprescindible aclarar los términos y establecer expectativas claras desde el inicio de la relación profesional. La
relación entre un productor musical y un artista es puramente comercial. No hay
una relación de dependencia ni de copropiedad sobre la grabación desde una estricta perspectiva legal, aunque, si bien a veces sí se dan esas figuras, estas son
producto de acuerdos privados, no de un marco legal preexistente.
El rol del productor musical es
comparable al de un arquitecto que diseña una casa: se le contrata para su diseño y supervisión de la construcción , y no por eso es copropietario de la casa… La tarea de un productor musical consiste en
supervisar y guiar el proceso creativo y técnico de la grabación de un álbum o
canción, coordinando con artistas, ingenieros de sonido y otros colaboradores
para lograr el resultado final, quizás también influyendo en arreglos y
sonoridad. Desde una fría perspectiva comercial, el productor establece su
tarifa, emite su factura y la relación contractual se da por concluida.
Ahora bien, es cierto que suele suceder que un
productor musical contribuya en aspectos creativos de la composición, lo que
implicaría derechos de coautoría. Sin embargo, es importante mantener estas
actividades por hilos separados de las funciones meramente de la
producción musical. Si un productor, además de su trabajo en la producción
musical, colabora en la composición, esto debe discutirse y acordarse de
manera independiente. Mezclar ambas funciones puede generar complicaciones
legales y financieras. Mi recomendación es que las tareas del productor y del
compositor se mantengan claramente delimitadas. Si un productor ofrece un
precio que incluye contribuciones creativas en la composición, es preferible negociar con él y separar
esos roles para abordarlos de forma individual, lo que incluye, para la parte
de composición, realizar un splitsheet (acuerdo de distribución) con
todos los coautores involucrados.
Por otro lado, una práctica cada vez más común en la industria musical, aunque lejos de ser un estándar y que veo con alguna frecuencia, es la tendencia en la que los productores musicales solicitan un
porcentaje de la propiedad del máster (la grabación final) como parte de sus
condiciones comerciales, a cambio de reducir su tarifa. Esta práctica es válida
y comprensible, sin duda, especialmente cuando el productor percibe un alto
potencial comercial en la grabación, lo que podría traducirse en ingresos
futuros significativos. No obstante, es necesario comprender que esta
estrategia conlleva riesgos y desafíos operativos que deben ser
cuidadosamente evaluados.
Desde el punto de vista del artista propietario del master, compartir la propiedad de la grabación con el productor musical implica una gestión constante de los ingresos que genere el fonograma, lo cual puede resultar en costos adicionales y sistemas de control administrativos complicados. Si bien una sola grabación puede ser manejable, la acumulación de muchas bajo este esquema puede llevar a la creación de un sistema interno de regalías, algo costoso y legítimo dolor de cabeza, y lo que es peor, para todo el tiempo de protección legal del fonograma, es decir… ¡70 años! Setenta años que en teoría el artista tendrá que administrar los ingresos de ese fonograma y darle su parte a ese productor… no suena muy lógico ¿cierto? Algo que tampoco se debe soslayar, es que al momento de la distribución digital y/o la repartición de derechos conexos, tener una copropiedad podría desencadenar demoras, complicaciones, y a veces imposibilidad de realizar trámites o cobranzas si es que no existe información o documentación complementaria de todos los titulares, dependiendo de las condiciones y capacidades de agregadores y colectores de regalías de manejar varios dueños de un mismo master.
Por el lado del productor musical, su participación en múltiples copropiedades también presenta desafíos. Supervisar el reparto correcto de los ingresos generados por cada máster puede ser una tarea abrumadora. Cabe hacerse estas preguntas: ¿Cómo hace el productor musical para poder supervisar el correcto cumplimiento de los ingresos y su reparto de cada cada master compartido? ¿Tiene el productor sistemas de control para poder hacerlo? Normalmente no, y si los tiene, estaría distrayendo recursos y desnaturalizando sus labores. A menudo, los productores deben confiar en la buena fe de los dueños de los masters para recibir sus pagos, lo que puede llevar a incumplimientos, no por mala fe, sino por la incapacidad natural de ambas partes de gestionar estos acuerdos complejos. Este riesgo puede convertir una aparente buena oportunidad en un mal negocio.
A mi juicio, este tipo de acuerdo
solo debería considerarse en situaciones donde exista una relación de
extrema confianza entre las partes, casi familiar, cuando se tiene la
seguridad que la relación va a perdurar en el tiempo, o en todo caso cuando se
trata de empresas formalmente establecidas, como en el caso de productores
musicales de renombre y discográficas con la infraestructura necesaria para
gestionar estos acuerdos. Tal vez en lugar de optar por la copropiedad del master, una alternativa viable podría ser acordar con el artista un porcentaje de los ingresos generados por la explotación del master, pero sólo durante un tiempo determinado, lógico, sensato y razonable. Un acuerdo de esta naturaleza evitaría la carga administrativa que implica la copropiedad y, al mismo tiempo, permitiría al productor participar en los ingresos generados por la grabación. Este tipo de contrato puede incluir una cláusula de temporalidad, en la que el productor recibe una parte de los ingresos por un tiempo limitado, después del cual el artista deja de realizar dichos pagos y retoma el 100% de los ingresos. Por supuesto que un acuerdo de esta naturaleza no está exento de responsabilidad, diligencia, buena fe, supervisión y muchos otros factores, que deben ser ponderados por ambas partes.
Para un productor puede ser tentador,
por supuesto, participar de las ganancias futuras de un posible gran éxito; para
el dueño del master, puede resultar atractivo optimizar su flujo de caja a
cambio de ceder un porcentaje de lo generado por la grabación. Pero, insisto, esto puede acarrear riesgos
muy grandes para el primero y una carga laboral muy pesada e innecesaria para
el segundo.
Repito lo expresado al principio:
aunque cada profesional es libre de gestionar su negocio como considere
adecuado, seamos conscientes de que la industria musical ya es lo suficientemente compleja por sí sola
como para ir complicándola aún más, añadiéndole más variables de riesgo, salvo
mejor parecer u opinión.