domingo, 19 de octubre de 2025

TICEKTMASTER Y LIVE NATION: CÓMO LA CONCENTRACIÓN CORPORATIVA REDEFINE LOS CONCIERTOS EN VIVO

 













Esto ya no es música, son reyes medievales que poseen la aldea, y el 90% somos campesinos. Así lo describe Bob Wegner, multi-instrumentista canadiense, al intentar comprar entradas para ver a Rush ($841 por dos boletos), en un artículo que me envió mi amigo y colega Jorge Fernández Vegas, empresario artístico y conocedor del negocio. Lo que antes era una celebración colectiva, a la luz de lo declarado por Wegner, hoy se ha convertido en un sistema feudal del entretenimiento. Y aunque la metáfora suene extrema, no está lejos de la realidad que atraviesa la industria global de conciertos en vivo.

Es a propósito de dicho artículo que quisiera poner en perspectiva el mercado mundial de esta industria, la cual atraviesa una crisis estructural que ha dejado de ser anecdótica y coyuntural, para convertirse en un síntoma global de codicia corporativa, exclusión cultural y distorsión de valores artísticos.

Desde la fusión de Live Nation y Ticketmaster en 2010, el mercado se está transformando en una estructura vertical que controla desde la representación de artistas hasta la venta de boletos. Live Nation gestiona recintos, promoción y giras; Ticketmaster domina el ticketing con contratos exclusivos en miles de arenas. Juntos, operan como un duopolio que limita la competencia, encarece el acceso cultural y distorsiona el valor artístico. Esta integración no ha sido ajena a diversas investigaciones antimonopolio en Estados Unidos y críticas en Europa, pero, aun así, el modelo sigue expandiéndose.

El caso más mediático fue el colapso de la preventa nada menos que para la gira “Eras” de Taylor Swift en noviembre de 2022. Millones de fans quedaron fuera tras la caída de la plataforma, y los precios dinámicos dispararon la reventa a cifras absurdas. El Departamento de Justicia de los Estados Unidos inició entonces una investigación, y el Senado interrogó a los ejecutivos de Live Nation Entertainment. La senadora Amy Klobuchar lo dijo sin rodeos: “El sistema actual no es justo, ni transparente, ni competitivo”. Y no se trata de una sola gira ni de un artista en particular: es una cultura corporativa que exprime recursos en detrimento de sus propios compradores.

Robert Smith, líder de The Cure, denunció en la revista Rolling Stones en 2023 que Ticketmaster había incluido tarifas que duplicaban el precio base de los boletos. Aunque logró que se devolviera parte del dinero, dejó claro que “el sistema está roto” y que “los artistas no tienen control real sobre cómo se venden sus conciertos”. Pearl Jam, Kid Rock y muchos otros han levantado la voz desde hace años, pero el modelo se ha consolidado. Hoy, Ticketmaster controla más del 80% del mercado de ticketing en grandes arenas estadounidenses, y Live Nation gestiona cada eslabón de la cadena.

Europa tampoco escapa a esta lógica, aunque el panorama judicial sea menos agresivo. Ticketmaster opera en más de 20 países del continente, con contratos exclusivos en recintos emblemáticos como el O2 Arena de Londres o el Ziggo Dome de Ámsterdam. Durante la gira europea de Taylor Swift en 2023, se repitieron los mismos problemas de acceso, precios exorbitantes y reventa descontrolada. La Comisión Europea ha recibido quejas informales, y organizaciones como BEUC (European Consumer Oraganisation) piden mayor regulación. Plataformas alternativas como Eventim o Billetto han surgido en Alemania y Suecia, pero su alcance es limitado frente a los tiburones del espectáculo.

Pero esto no queda ahí.  Tal vez el más perverso de los sistemas sea la reventa como negocio interno. Ticketmaster cuenta con TradeDesk, una plataforma que permite a revendedores adquirir boletos en masa y redistribuirlos a precios inflados. En pocas palabras, lo que hace Ticketmaster es vender un boleto, por el cual cobra una comisión.  Luego, a través de TradeDesk, exhorta a que ese mismo boleto se revenda a un precio más alto, cobrando otra comisión sobre un boleto ya vendido.  Es decir, el negocio está en vender el mismo boleto la mayor cantidad de veces posible, y cobrando comisiones en cada transacción.  Aunque la empresa afirma combatir bots y cuentas falsas, un reportaje de CBC News en 2018 reveló que ejecutivos alentaban el uso de TradeDesk para maximizar ganancias. Según el Wall Street Journal, más del 30% de los tickets premium se revenden en las primeras 24 horas, muchas veces por cuentas vinculadas a operadores internos. El discurso de protección al consumidor se desmorona frente a la lógica del beneficio.

Mientras tanto, los artistas reciben cada vez menos. Según el portal  Pollstar, en 2024 el promedio de ingresos netos para músicos en giras masivas fue del 12% del total recaudado. El resto se lo lleva la maquinaria: tarifas, comisiones, contratos de exclusividad. Y el público, lejos de ser una comunidad, se fragmenta en castas. Los boletos platinum y las experiencias VIP han creado una jerarquía artificial donde el que paga más tiene mejor vista, mejor trato y más acceso, sin importar su conexión real con la música. Hay gente que ni conoce al artista, pero se deja ver en la zona VIP.

Por eso constantemente surgen alternativas más cercanas y honestas que intentan recuperar la experiencia compartida; sin embargo, enfrentan obstáculos logísticos, de infraestructura y de visibilidad. Y aunque estas prácticas puedan parecer lejanas a nuestra realidad peruana, si se imponen sin regulación, podrían tener efectos especialmente nocivos para el desarrollo de una escena musical diversa y sostenible, no solo para el público, sino también para artistas, quienes podrían quedarse sin posibilidades de elegir promotores que no tengan acuerdos con empresarios o ticketeras.

Fomentar que el acceso dependa del poder adquisitivo y no del interés artístico sería una pérdida profunda.  Nuestra región está aún a tiempo de establecer políticas claras que protejan la equidad de condiciones y el acceso cultural, que fomenten la competencia justa y fortalezcan las redes independientes que aún sostienen la música como experiencia compartida. Porque si el espectáculo se convierte en privilegio, lo que se pierde no es solo el boleto: es el sentido mismo de la música como ritual colectivo.

Octubre 2025