La semana pasada hubo una noticia
que no es que haya pasado desapercibida, sino que creo que no se ha entendido
la verdadera repercusión que puede tener en la industria musical. Las más grandes PRO’s (Public Rights
Organization, o lo que acá conocemos como Sociedades de Gestión Colectiva)
de autor en Estados Unidos y Canadá, es decir, ASCAP, BMI y SOCAN han emitido un comunicado en el que declaran que aceptarán el registro
de obras musicales parcialmente generadas con inteligencia artificial, lo
que, sin duda, marca un antes y un después en la relación entre creatividad
humana y el uso de la IA.
Si bien este anuncio se presenta aún
como una mera actualización de sus políticas de registro, la verdad es que más
parece una declaración política sobre el futuro de la autoría, la
protección de derechos y la legitimidad de los procesos creativos en la era de
los modelos generativos. Lo que está en juego no es solo la posibilidad de
registrar una obra híbrida, sino la redefinición en sí de lo que se considera
“contribución humana significativa” en un entorno donde las herramientas de IA
ya no son simples asistentes, sino, en la práctica, coautores invisibles.
Existía una enorme presión por
parte de compositores y productores que ya vienen usando IA en sus creaciones, por
lo que no es de extrañar este giro de las PRO’s en sus políticas
institucionales. Y esta decisión forma parte de una tendencia global, que busca
regular -pero sin frenar- el uso de IA en la música.
Sin embargo, lo que resulta más importante
no es necesariamente lo que han aceptado, sino lo que aún no está definido…
Si bien le han abierto las puertas al registro de obras parcialmente generadas
por IA, hasta el momento no han establecido un sistema técnico para determinar
cuánto de esa obra proviene de una máquina y cuánto de una mente humana. En
otras palabras, han creado una categoría sin un instrumento de medición,
al menos por ahora.
La inexistencia de un sistema de
verificación plantea preguntas elementales y que son el corazón del asunto,
tales como ¿cómo se define una “contribución humana significativa”? ¿basta con
ajustar un prompt, editar una línea melódica o seleccionar entre varias
opciones generadas? ¿qué ocurre pasa cuando el proceso creativo se convierte en
una creada con el algoritmo más que en una composición tradicional? Ante esto, las PRO’s solo han optado -nuevamente, por
ahora- por un modelo solamente declarativo, es decir, que el compositor o
titular de derechos debe indicar si la obra incluye elementos generados por IA.
No hay software de detección, ni trazabilidad de modelos, ni auditorías
técnicas. El único filtro es la confianza en el creador, algo peligroso
que puede abrir paso a interpretaciones antojadizas o convenientes, pero
también para futuras posibles disputas sobre la legitimidad de ciertos
registros. Parte de esto lo analicé en un post en febrero pasado...
Las PRO’s en estos momentos están
caminando sobre la cuerda floja, ya que, por un lado, deben adaptarse a una
industria que ya incorpora IA en sus flujos de trabajo, mientras que por otro,
deben proteger la integridad del sistema de derechos de autor, que se basa
en la autoría producto de la mente humana. Así entonces, aceptar obras
híbridas sin definir un mecanismo de evaluación tal vez sea una forma de ganar
tiempo para abrir el debate, sin comprometerse todavía con una postura técnica
definitiva. Pero también es una invitación a que los actores del ecosistema —editores,
casas de audio, consultores, educadores— desarrollen sus propios criterios
internos para decidir qué registrar, cómo justificarlo y qué riesgos asumir.
Menudo trabajo el que se avecina,
en donde la autorregulación sea tal vez la herramienta que se usará. Los
editores que trabajan con compositores que usan IA, van a tener que establecer
protocolos internos para documentar el proceso creativo, tratar de identificar
qué partes fueron generadas por máquinas y qué decisiones fueron tomadas por
humanos (ojo, no se trata de revelar el método, sino de proteger la legitimidad
del resultado). El registro de obras híbridas podría convertirse entonces en un
tema de posicionamiento: declarar el uso de IA podría ser visto como una señal
de innovación, pero también como una vulnerabilidad legal si no se acompaña de
un proceso claro sobre la intervención humana.
La nueva forma de componer quizás podrá consistir en que la obra no solo
debe sonar bien, sino que deba estar jurídicamente blindada.
Es muy probable que las PRO’s
desarrollen en el futuro herramientas de medición que indiquen el uso de IA en
la creación, pero mientras eso ocurre, el terreno está abierto para quienes
sepan anticiparse. Las editoriales y songcamps que diseñen sus
propios checklists, sus propios esquemas de diagnóstico, sus propios
formatos de declaración estratégicos, estarán mejor posicionadas para registrar
obras sin comprometer derechos, para negociar licencias sin generar fricciones,
y para responder a cuestionamientos sin revelar sus procesos internos. La
enseñanza también deberá acomodarse para entender límites jurídicos,
estratégicos y ser muy dinámicos para afrontar cualquier cambio.
Es un momento que exige una
lectura amplia y estratégica del entorno; hay que entender qué implica usar IA,
qué riesgos se asumen, qué narrativas se activan.
Miremos el otro lado de la moneda; en realidad, lo que está en juego
no es solo la aceptación oficial de la IA como herramienta creativa, sino la
redefinición misma del valor de la intervención humana.
Más que celebrar la apertura de
las PRO’s, creo que hay que verla como una señal de alerta: las reglas están
cambiando, pero los instrumentos de medición aún no existen. Todos los que
intervienen en este nuevo terreno deben actuar con cautela, pero con rapidez,
con inteligencia, y con estrategia.
Si bien la IA puede generar
música, solo los humanos pueden generar legitimidad. Y es justamente en
ese espacio intermedio -entre lo generado y lo verificado- que se jugará el
verdadero partido para generar valor, la autoría y el derecho a cobrar.
Noviembre 2025
